jueves 17 de junio de 2021
“Llueve, llueve y llueve desde ayer, desde anteayer, desde la semana pasada, desde el mes pasado. Llueve desde que éramos chiquitos…llueve desde el origen de un lejano recuerdo de sol, desde una ancestral primavera que se suspendió, de pronto, por mal tiempo…(…). No hay mucho que decir, porque todo está por encima de nosotros mismos y no nos queda ni siquiera el remoto consuelo de cargarle la culpa al gobierno. Llueve, porque llueve, bueno…
Julio E. Suárez “Peloduro”, sobre las inundaciones del 59.
Las inundaciones del 59 fueron el mayor desastre natural que recuerda nuestro país. Llovió durante un mes, provocando el desborde de todos los cauces de agua, con cuantiosas pérdidas materiales y una situación humanitaria que exigió la mejor respuesta de la sociedad uruguaya. Ciudades enteras aisladas, 50.000 evacuados, decenas de muertos. Fue un episodio que quedó grabado a fuego en la memoria colectiva.
Las inundaciones, como las guerras o las dictaduras, son situaciones que movilizan profundamente a las sociedades y logran unir bajo una consigna a casi todos, porque el bien colectivo trasciende al bienestar personal.
La pandemia es un desastre biológico, una catástrofe que debería movilizar y unir a nuestra sociedad, no dividirla. Una catástrofe es un suceso que produce gran destrucción o daño. Porque no cabe otra definición para un suceso en el que han fallecido al día de hoy 5036 personas. Nunca, en la breve historia de nuestro país, había ocurrido algo así.
Con algunas características: es una catástrofe que ocurre puertas adentro de sanatorios y hospitales. Nuestro país, nuestras ciudades, todo sigue ahí tan bello como siempre, no vemos la destrucción material como en una inundación, un tornado o una guerra.
Nuestros padres, madres, amigos, hijos, pacientes, ingresan silenciosamente a los ámbitos hospitalarios con una injuria pulmonar de características muy particulares: grave, agresiva, impredecible, letal, inconmovible ante nuestro esfuerzo.
En esta nuestra sociedad del siglo XXI, de características profundamente hedonistas, se hace culto al placer, a la belleza, la juventud, a lo superficial. El dolor se oculta a la vista. Ojos que no ven, corazón que no siente. Como en la vieja Ley del Sicópata de 1936, por la cual las personas con patología siquiátrica eran (son aún…!) aislados de la sociedad en nosocomios, modelo asilar perimido en el mundo pero que cumple esa función de quitar de la interacción social aquello que es profundamente disruptivo.
Como médicos y médicas, tanto en lo individual como colectivo de profesionales agrupados en nuestras respectivas sociedades científicas y en el SMU, hemos alzado nuestra voz responsablemente en tiempo y forma advirtiendo que la catástrofe era inminente. Que iban morir miles. Y que era imperioso generar una política sanitaria y de gobierno que protegiera a los más vulnerables y expuestos a morir. Que la vacunación nos protegería y debíamos apoyarla con todas nuestras fuerzas, pero que en el corto plazo sería insuficiente para prevenir las muertes que ocurrirían y que por eso debíamos en estos meses evitar la escalada de nuevos casos. La clave para evitar la catástrofe era la reducción de la movilidad para disminuir la trasmisión comunitaria del SARS – COV-2, para así tener menos casos graves, retomar el hilo, el rastreo y el testeo de contactos, mientras se avanza con la vacunación.
Lo hicimos en un amplio marco multiinstitucional, con la UdelaR, SSCC, el Instituto Pasteur y organizaciones sociales y coincidiendo en general con los planteos del GACH. Toda la comunidad médica y científica encolumnada tras un mismo pedido, sustentado en la mejor evidencia disponible y en nuestra propia historia reciente de respuesta a la pandemia.
Para los médicos este planteo tiene varias puntas: es técnico, porque debemos recomendar siempre aquellas medidas que logren prevenir la enfermedad, cualquiera de ellas; es por tanto ético hacerlo y generar las condiciones para que esas medidas impacten en la prevención de muertes. Es un mandato ético analizar la evidencia y recomendar a la población y a los responsables de las políticas sanitarias, que a nuestro entender, si no se toman esas medidas los daños pueden ser (son) enormes. Así lo hicimos, con toda la convicción y con todas las herramientas que disponemos para hacerlo.
Por algún motivo que aún no llegamos a comprender, el gobierno dejó de tomar decisiones acordes a las recomendaciones de la comunidad científica y médica. En su derecho, claro, eso no se discute. No sabemos cuán distinta sería la historia si se hubiera restringido la movilidad lo suficiente en diciembre y enero para retomar el rastreo y seguimiento de brotes, como para disminuir los contagios y así salvar vidas. Las que se hubieran podido salvar, no sé cuántas, seguro muchos hijos hoy tendrían a sus padres o abuelos mayores. Y muchos niños pequeños tendrían a su padre o a su madre, porque cómo duelen esas muertes de jóvenes que no llegaron a tiempo a la vacunación. Tal vez no hubieran muerto 8 embarazadas.
El 22 de marzo, cuando el SMU realiza una conferencia de prensa en su sede social para plantear esta visión, fallecieron 19 personas, había 811 muertos y 14774 casos activos; el índice de Harvard era 47,99. Desde entonces, murieron 4225 personas. Y van a morir cientos o miles más hasta lograr el efecto rebaño, si no es que la variante Delta (cepa India), presente ya en Brasil y Argentina, cambia el curso evolutivo de la pandemia en nuestro país. Ojalá nos hubiéramos equivocado en nuestras previsiones.
Es inentendible la confrontación, que jamás buscamos, en un escenario tan dramático. Ciencia/decisiones políticas; salud/economía; gobierno/oposición; hay responsabilidad también de los socios de la coalición de gobierno y en la oposición en al no haber logrado condiciones para generar un ámbito de diálogo constructivo donde desde el liderazgo natural y democrático se convoque a enviar un mensaje de unidad para involucrar a toda la sociedad en la prevención de tanta muerte. Ayudar a que la libertad individual tome dirección hacia el bien colectivo.
Porque si hay algo que nadie puede negar es que los trabajadores de la salud, en los domicilios, urgencias, salas de internación o terapias intensivas, hemos sido partícipes de esas 5036 muertes y lo seremos de las que vendrán. Duele cuando nos cuestionan quienes nunca tuvieron que levantar un teléfono en la madrugada para comunicar “tu madre murió….lo lamento mucho”. Cuando nos expresamos, lo hacemos desde la autoridad moral que ese lugar nos da. Es el lugar que la sociedad nos asigna como profesión desde Hipócrates a hoy.
Celebramos como nadie la disminución de casos que se verifica en los últimos días. Compartimos en las guardias con nuestros compañeros la precepción de que ya hay menos casos, que hay más camas libres, que ya no llegan tantos enfermos…que ya no mueren tantos! Ojalá esta tendencia se consolide y podamos avanzar en un horizonte temporal no muy lejano de volver a la normalidad, como ocurre en Israel. Lástima, qué lástima que como país elegimos llegar a ese punto dejando miles de vidas en el camino.