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Doctor Julio O. Fregeiro
(Neurocirujano)
Bondad e inteligencia
Usted me invitó a una entrevista para recordar al doctor Gomensoro.Mi primera reacción, así se lo manifesté telefónicamente, fue negarme, pues dijera lo que dijese sería insuficiente ya que nunca podría evocar a tan magnífica persona. Más aún, el simple enunciado me paralizó.
En ocasión de cumplirse los diez años de la muerte del profesor Arana, se le propuso al Bebe Gomensoro hablar en el homenaje y contestó: «No puedo...fui su hermano». A mí me asiste otra razón: no tengo capacidad ni coraje para evocar sin yerros a este gran hombre.
Tengo pésima capacidad evocadora; se comprende mi intimidación pues entiendo que lo parcial es mentiroso. La evocación plena la harán privilegiados estudiosos e investigadores, que también se nutrieron en este hombre. Podrán rememorar en profundidad su producción humanística, universitaria, profesional, su calidad de vida amistosa y familiar así como su servicio a la gente dentro y fuera de fronteras. No quiero mentir acerca de una persona que quise tanto, como a otros integrantes vivos y muertos de la Facultad de Medicina y el Instituto de Neurología en especial.
Puedo, sí, evocar con modestia y turbación literaria algunas emociones que automáticamente se dibujan. Allá por marzo de 1963 aterrizo en el Instituto de Neurología. Estoy convencido de que todos me regalaron su amistad, sin recelos, y brindándome todo, los grandes monstruos y los pequeños.
En esa gran familia estaba este hombre, el Bebe, este sujeto completo en tanto hombre, que tal vez me captó empequeñecido (no dudo que fuera así con todos los recién llegados, pero reservo para mi ego este sentimiento).
Yo estaba y estoy firmemente convencido de que su mirada, durante las visitas en sala y en el anfiteatro, en sus cruzamientos con la mía me decía: «Tranquilo, muchacho, que aquí te vamos a ayudar...» (era incapaz de decir «yo»).
Mirada tierna y sonriente acompañada de voz explosiva, firme, sin cortapisas. A la mirada, su mirada, siempre igual y sincera, se agregó poco después la palmada en mi espalda.
Evité distraer su tiempo conmigo y perdí oportunidades de platicar in extenso. Pero había excepciones, como cuando surgía el rechazo visceral al injusto reparto de oportunidades del hombre cualquiera fuera el lugar del mundo que este ocupara.
Me dediqué, sí, a escuchar la cuidadosa transmisión de sus conocimientos. Nunca supe si nos habíamos conocido antes, ¡me trataba tan bien!, ¡como a un viejo amigo! No quiero borrar esta imagen, me pertenece. Un día me pidió que lo tuteara, no pude, no podía.
Sin pretensiones de censor, me animo a afirmar que el Bebe no podía disimular bondad e inteligencia (que son sinónimos), así como tampoco su eterna y empecinada conjunción: solidaridad con justicia social en un espacio sin fronteras.
Forzado, casi, fui a ver a Gomensoro al Hospital Británico poco antes de morir. Pablo Carlevaro, que me había empujado, dijo que en el fondo de su conciencia tal vez me reconociera y se sintiera feliz.
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