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Concurso Literario Revista Noticias: el cuento premiado

«La culpa, digamos, la tuvo el viento»


El jueves 3 de diciembre de 1998, con motivo del Día Internacional del Médico, se realizó la premiación del Concurso de Artes Plásticas del SMU y del Concurso Literario Revista Noticias. La ceremonia se realizó en el Policlínico del CASMU Nº 2, de 8 de Octubre y Abreu. En las próximas ediciones de Noticias iremos publicando las obras galardonadas en las distintas categorías. En esta oportunidad presentamos la que fue primer premio en la categoría Socios, género «Cuento»: «La culpa, digamos, la tuvo el viento». La misma fue presentada con el seudónimo «Sasello», tras el cual estaba la persona y la pluma del Dr. Pablo Scasso Rossi. Es preciso destacar que todos los premios fueron otorgados por fallo unánime del tribunal integrado por Gladys Castelvecci, Ana Inés Larre Borges y el Dr. Gonzalo Giambruno.


Ya que no somos nada, por ejemplo, podemos ser la lluvia.

 

('La vida mantis', 1993. Eduardo Milán)

Lo que ya no pasó, no va a pasar. Esta afirmación puede sonar balsámica como el aroma dulce de los pinos. También puede interpretársela como resignada. Ninguna de las dos opciones me resulta del todo aceptable pero, igual repito: lo que no pasó, no va a pasar. A pesar de todo, no quedo conforme...

Los espejos son peligrosos, no deberían existir. Sé que debo ser más claro y preciso pero esto se dará así en la medida que vaya desarrollando los hechos. La idea de entrar a la casa abandonada surgió a último momento. Así contada, esta historia parece una historia al revés y para colmo hecha a retazos como esas colchas tejidas a mano, por mi madre, con restos de lana de colores. Quizás todo sucedió de tal manera para que así fuera contada. La cuestión quedó en que él era Eduardo aunque en realidad era Carlos. Bueno, mejor será decir que todo empezó como un juego, uno más, propuesto por Bernardo para matar el tiempo.

Durante el tiempo de vacaciones todo está permitido. Casi todo... Cuando uno no sabe qué hacer porque siente que no aparece nada nuevo, como dice el dicho, «el que espera, desespera». Así el ocio lleva al desgano y éste termina con «o» de ocio. Frente a esta perspectiva y sin más trabajo que abrir los párpados de mañana y seguir el movimiento de las estrellas en la noche, toda opción diferente es bienvenida.

Bernardo es un gran imitador. Siempre que a uno le encuentra un defecto o incluso una cualidad, algo que resalte y que de alguna manera lo caracterice, ahí va Bernardo y lo reitera hasta el cansancio. Cualquiera se puede imaginar cómo puede sentirse «el elegido» durante la actuación. A Bernardo poco le importa que le guste o le moleste. A él, eso... ¿cómo se dice? sí... le resbala. Entonces le larga una sonrisa de oreja a oreja con la boca entreabierta y en silencio como si así pidiera la absolución de un pecado que él no considera como tal. Yo, especialmente, siempre detesté todo tipo de burla pero, bueno... Sin que se tome como un juego de palabras, los cuatro estábamos cansados del descanso... ¡Cuánta gente envidiaría tanto ocio!

Así pasó una vez con Adriana la hermana de Carlos. Hasta aquel momento nadie había sido lo suficientemente perspicaz para detectar el defecto en la muchacha como ese día lo captó Bernardo. Sí, él tiene otra mirada. Igual a un indio, permanece atento a su sombra, inmóvil, la vista fija en los rizos del arroyo, a la espera del reflejo plateado en el lecho y al instante el pez brilla en sus manos. Así es él. Automáticamente, cada vez que Adriana reía, movía los brazos provocando una especie de aleteo con los codos.

Aquello sucedió durante su cumpleaños. En el jardín de la propia casa de Carlos. Allí Bernardo, no recuerdo por qué situación, comenzó con el burlón y aquella sonrisa dibujada como una máscara. De tanto en tanto, y mientras se movía en círculos en torno a la homenajeada, largaba un ruido similar a un cacareo de gallina clueca. Al principio la muchacha quedó tan desconcertada como los demás presentes y nos miró como si nosotros tuviéramos la explicación de aquel mal de San Vito que, de golpe y sin aviso, le había atacado a Bernardo. Yo pensé, en cualquier momento ésta se pone a llorar y todo se arruina. Faltó poco para aguar la fiesta. Por otro lado conozco a Bernardo desde niño y siempre supe que él no cruzaría el límite, pero... Todo sucedía como si uno arrimara el auto al borde del precipicio y lograra ver el paisaje diminuto y profundo del fondo sin moverse del asiento. A veces no basta con la destreza del conductor. También la suerte nos mira tras las nubes. Pero él siempre fue un tipo medido. Sí, mientras la imitaba hasta el ridículo, todos los que habíamos reído hasta el momento, lo mirábamos como se puede mirar a alguien que ya ha cometido un delito. Nadie reía. En el silencio estaba el reproche. Pero él, en realidad, no había hecho nada. Sólo seguía bailando y aleteando en círculos y Adriana, en el centro, la cabeza baja y su pelo llovido cubriéndole la cara. Zás, explota, recuerdo que pensé. Entonces sucedió aquello. Al principio fue como un quejido, un grito contenido que le brotara desde el cuello. Pensé que el llanto vendría rápido y en cascada. Entonces Bernardo se acercó, abrió los brazos y, sin tocarla, los mantuvo suspendidos como en un abrazo inmaterial de un mimo callejero. Entonces ella, manteniendo la mirada fija en el piso, soltó un suspiro profundo y comenzó a reírse. Carlos largó una carcajada y todos aflojamos.

Bueno, como decía, la idea se le ocurrió a Bernardo. Fue un jueves. Mientras Eduardo pateaba la pelota de cuero blanco contra la pared y el sol caía lento tras las copas de las acacias, Bernardo, con una pierna colgando del posabrazos de la reposera de madera, me dijo: «Desde ahora» y señaló el piso con el índice como si el tiempo tuviera un lugar, «desde ahora vos sos yo y viceversa, Bernardo» dijo y subrayó su nombre mientras me miraba con la sonrisa del «Guazón». Entonces yo, que luego de veinte días de vacaciones sin hacer nada de nada, en demasiadas ocasiones me había agarrado in fraganti delito pensando en mis actividades en Montevideo, en Carolina y todas esas cosas, le devolví la mirada. Era una manera tácita de aceptar el juego. Entonces no intuí que esa fuera la punta de una madeja muy entreverado. Carlos, al tiempo que cruzaba el patio con un vaso de jugo en su mano, me hizo una pregunta acerca de mi bicicleta que Bernardo contestó. Recuerdo que Carlos se frenó unos segundos, lo miró con ojos de «no entiendo mucho pero la dejo pasar» y siguió su camino hacia la silla. Allí mismo, Eduardo, que desde el fondo había escuchado la propuesta, para desconcierto de Carlos siguió el juego y le preguntó algo como si éste fuera él. Fue una pregunta cualquiera. Algo referido a cómo se vestía, a la ropa y esas cosas. Pocas horas antes habían discutido al respecto. Eduardo defendía lo que él llamaba una posición auténtica: la libertad para vivir sin modas ni ningún tipo de ataduras. Carlos se había molestado porque no le habíamos entendido y durante un par de horas había permanecido inmerso en el silencio. Pero eso ya había quedado en el olvido, al menos para mí. La cuestión fue que, al poco rato, Eduardo se había transformado en Carlos, Carlos gesticulaba como Eduardo, Bernardo era yo, y yo ironizaba como nunca lo había hecho antes.

«Lo que puede lograr el aburrimiento» podrá pensarse. O la audacia para caminar por senderos desconocidos, debería contestar, pero la cosa no quedó allí. No. Rápidamente se movió dentro de un juego en el cual las reglas se entramaron con las bromas hasta adquirir la velocidad incontrolable de una bola de fuego e ironía. Hoy sé que la memoria trae consigo el dolor del pasado.

Aquello era como si cada uno hubiera salido de su propio cuerpo y se enfrentara a sí mismo. Alguno de nosotros mantenía el juego sin esfuerzo aparente pero otros empezamos a sentir cierta incomodidad parecida a la extrañeza. Recuerdo que fue casualmente Eduardo, o sea Carlos, quien se quejó de «tanta locura». «Estoy cansado de mí» dijo en una ocasión. «Me duele el pecho y tengo ganas de vomitar» concluyó pero no le hicimos caso.

La situación se transformó en un espejo permanente. Una sombra que a uno lo seguía a todas partes, sin tregua, mostrándole, a cada minuto, a cada segundo, parte de una película prohibida. Una película que no deberíamos ver jamás. Desde entonces sé que los ojos sirven para ver las cosas desde afuera. Entre mis ojos y esa lámpara que estoy viendo hay una distancia. Una distancia que es parte de una ley que siempre deberíamos respetar. Por eso repito: los espejos son peligrosos... Bernardo, el Bernardo que siempre llegaba al límite del barranco y nunca caía, esa vez cometió una falta imperdonable: propuso un juego que no respetaba la ley de la distancia entre los seres, entre las cosas. Y eso significó no respetar una de las leyes de la vida. La vida comienza en los ojos o al menos así pienso yo. Con ellos podernos mirar todo menos nuestra propia cara, nuestras conductas, los movimientos cotidianos. Todo menos nuestra propia imagen. ¡Eso está vedado, prohibido! Los espejos rompen esa prohibición... Pero bueno, si bien todo esto echa algo de luz sobre lo sucedido... igual quedan hechos sin explicar.

Lo que pasó, de cualquier manera iba a pasar. Ni Eduardo ni Bernardo ni yo tuvimos la culpa. Carlos vivió algo diferente. La culpa, digamos, la tuvo el viento...

Bernardo comenzó la historia en aquel minuto, como él dijo, sentado en una silla. Entonces en su cara comencé a verme y no tuve salida. Sentí como si, en ese instante, él me hubiera empujado a tomar su identidad. Al rato, cuatro espejos se movían por el jardín de la casa que habíamos alquilado ese verano.

Después de todo no era tan desagradable reírse de los demás, imitarlos hasta que casi no pudieran más, saber frenar justo en ese límite impreciso y parecido al dolor que se insinúa en las pantorrillas pero siempre tarda en aparecer. Ese dolor que poco a poco se instala mientras uno va subiendo el médano y el agobio crece como una tuna en el centro del pecho. Aún faltan tres o cuatro metros de arena caliente para alcanzar la cima... y el aire cálido del verano no llega a los pulmones... El sol le va quebrando la frente... Uno la siente abrirse como una piña en lo alto de los pinos... entonces una ráfaga fresca le hace abrir los ojos. Todo pasó. La pesadilla ha terminado y el calambre en la pantorrilla todavía no se ha desencadenado. Pero aquello del juego tenía su gustito, su sabor y al poco rato yo, Bernardo, estaba burlándome de mí mismo, o sea del otro Javier que en ese momento me miraba con insistencia perturbadora.

Entonces pude verme... ver las conductas desagradables de Javier, sus movimientos inesperados, su mímica y sus caprichos... sus defectos y toda esa gama de aspectos fuera de lugar y de los que no quiero recordar. Supe que la ignorancia perpetua de nuestra propia imagen en movimiento tiene su correspondencia cruel con otra más conocida: el desconocimiento del destino, del futuro, de la muerte. Sólo para saciar la curiosidad y no sin vergüenza contaré algunos de mis descubrimientos sobre Javier.

Me vi rascándome la nuca como nunca antes había visto rascarse a nadie. Más tarde comí fruta con desesperación, con vulgaridad. La boca, cargada de comida en exceso, dejaba escapar parte del jugo por las comisuras que caía sobre mi camisa como pequeñas gotas amarillentas. Me atoré y mi cara se volvió un tomate con ojos de pescado. Enseguida tosí a discreción, con la boca abierta y sin importarme quién recibía aquel rocío. El espejo me devolvió una imagen temblorosa que dibujaba la sonrisa estúpida que asumí tener en los momentos más inadecuados. Observé la gordura fláccida y desagradable de mis brazos y por lo tanto la falta de armonía entre algunas partes de mi cuerpo... Todo eso vi y algo más. Pero, creo que cualquiera podrá comprender mi silencio. Ya hablé de más y no quiero hacerme mal... En realidad debemos hablar de Carlos. ¡Pobre Carlos o quizás debiéramos llamarle Eduardo! Bah... todos sabíamos que era un juego... una película que corría como una historia paralela y que moriría como una mariposa de pocas horas.

Entonces, hacia la medianoche, fue a mí, o quizás deba decir a Bernardo, a quien se le ocurrió visitar la casa abandonada. Ráfagas de viento provenientes del mar sacudían las copas de los pinos. La luna, rodeada por un halo amarillo, anunciaba lluvias confirmadas por el croar lastimero de las ranas durante la caminata hacia la costa. Ninguno insinuó temor ni presagió locura. En un momento Eduardo levantó su mano y señaló hacia la cima de un médano. La arena, fina como la sal, había empezado a volar y molestaba la visión. Allí, parcialmente oculta por la espesura de unos árboles, estaba la casona de madera. Es una construcción con techo a dos aguas, aislada del resto de las casas cercanas a la playa y que se destaca por un mirador alto y breve que mira al horizonte. Abandonada hace años a los vientos y a «la buena de Dios», igual a los vagabundos que suelen ocuparla, sobrevive.

Fue mi imagen reflejada, el otro Javier, quien empujó la puerta hacia la oscuridad interior. Desde allí nos llegó una tuforada a moho y encierro. Al poco rato, como cuatro sombras furtivas y a punto de cometer un delito, entrábamos sin saber qué hacer. Yo largué un chiste y alguien, de pierna, me contestó con una risita nerviosa. «¿Y ahora... qué hacemos?» pregunté. Los brillos de las miradas se cruzaron en las penumbras de la habitación central. Cuatro puertas daban a los dormitorios. Luego aparecía un corredor oscuro que conducía a un baño. En el fondo se veía el ventanal de vidrios sucios de la cocina y, a través de ellos, la claridad de la luna. De tanto en tanto, hilachas de telarañas colgaban como trozos de seda invisible para rozarnos los cuerpos. A la derecha y algo escondida en las penumbras estaba la escalera que se perdía hacia las alturas. Hacia allí enfiló Eduardo que en realidad, repito, era Carlos. A pesar de los crujidos y de todos los ruidos que pueden habitar en una casa abandonada y sobre todo en la noche, parecía decidido a subir al mirador. Imagínese los asombros mutuos reflejados en nuestros rostros. Imagínese los rincones quietos y de repente a cuatro cuerpos moviendo el polvo suspendido en el aire durante tanto tiempo. Imagínese todo el pasado olvidado dentro de esa casa. Habría muchas cosas de que hablar. Habría muchas cosas que no deberían decirse y otras que no figuran como palabras. Pero bueno, el caso fue que, casi sin que nos diéramos cuenta, Eduardo llegó al mirador y dijo algo. Ninguno de nosotros entendió sus palabras pero a todos nos dejó nerviosos. «¿Qué dijiste?» oí gritar a Bernardo que era yo y al instante me sorprendí diciendo palabras tan estruendosas como los golpes secos de los postigos durante una tormenta. Sentí un escalofrío, una premonición que inmediatamente quité de mi cabeza, y dije: «Subamos».

En el instante en que asomó la cabeza dentro del mirador, cuenta Bernardo, lo vio parado en la pequeñez del balcón que da a la costa. Enseguida miró el vuelo lento del sombrero en el viento de la noche. Como un pájaro azul, cruzó el aire planeando hasta quedar colgado en la rama de un pino. Él estaba desnudo, tan desnudo como podía y hacía el ademán, la mímica de rasgarse, quitarse la piel, desgarrársela como otro traje. «¡Basta ya!» gritó Bernardo, yo. «Todo terminó, Carlos» le dijo al que quería ser Eduardo, pero éste no contestó. En ese momento llegábamos Carlos, que era Eduardo, y yo, que jugaba a ser Bernardo. «¡Terminala, basta!» gritó Bernardo de nuevo haciendo alarde de su destreza para caminar por las cornisas. Entonces el espejo de Eduardo nos miró sin mirarnos y todos supimos lo que iba a pasar. Pero Bernardo, que ya se había acercado lo suficiente para contenerlo, lo sujetó en el preciso momento en que pretendía arrojarse al vacío.

A pesar del viento que había comenzado a soplar con más fuerza, su sombrero y la luna quedaron colgados en las sombras de los árboles. Los espejos no deberían existir. Son peligrosos, sobre todo cuando en la noche se huele el aroma dulce de los pinos.

Seudónimo: Sassello

Categoría: Socio

«Coordinación y responsabilidad»
Premios Revista Médica del Uruguay

La entrega de premios de la Revista Médica del Uruguay se efectuará el jueves 13 de mayo de 1999 en el Salón de Actos del Sindicato Médico del Uruguay. Los fallos se conocerán en el momento del acto.

El Tribunal está compuesto por la Prof. Dra. Irma Gentile Ramos (designada por la Comisión Revista Médica del Uruguay), el Prof. Dr. Jorge Torres (designado por el Comité Ejecutivo del SMU) y el Prof. Dr. Luis Folle (designado por el Consejo de la Facultad de Medicina)

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