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por Jorge (Cuque) Sclavo
Si uno no quiere enfermarse debe evitar dos cosas: los médicos y las reuniones sociales. Hasta que uno no entra a un consultorio puede considerarse sano. Luego que entró, tal como ocurre ante la Justicia: debe probarlo. Cuando uno acepta concurrir a una reunión social ocurre algo parecido. Generalmente es en casa de un amigo, un hombre de nuestra edad, con una maquinaria parecida a la nuestra, de un modelo similar, construida con materiales de la misma época y con una similar historia de desgaste. Las comparaciones son inevitables. Sobre las que hacen nuestras mujeres están inevitablemente las que hacemos nosotros cuando satisfechos, comprobamos que el más pintún del liceo es hoy el mismo gordo pelado y arrugado que uno. No así cuando el tipo se queja de las mismas cosas, tiene los mismos índices de colesterol y uricemia, sufre de las mismas fobias, hasta esta de salir de su casa y venir a estas reuniones a las que nos llevan nuestras mujeres a la rastra como si se tratase de una exposición de perros viejos. Hay una edad en que el hombre no debería salir de su casa. Debería, tal cual su perro, quedarse a guardarla. Porque una vez instalado en la reunión uno queda en vitrina expuesto a la consideración publica. Y de pronto, no se sabe cómo, uno se hace el centro de esta, sin habérsele propuesto. -Tiene 16-10. Sí, vos. ¡Vení! ¡Así como lo ves, Inés! ¿16-10! ¿Y creés que se vigila? ¡No! Hasta le compré un aparato japonés para la presión. ¡Ni abrió la caja! ¡Largá el vaso, mi amor! ¿Cuántos te tomaste? ¿No habrás probado la pizza? ¡Tiene anchoas! ¡No le des ni un cigarrillo Ricardo! Vos te cuidás, hacés ejercicio, caminás. Pero este se mueve menos que un expediente. Por eso tiene arterias que revientan. ¡Largá el vaso te dije! ¡Cualquier día nos das un disgusto y yo soy la que va a tener que cuidarte!Y uno, que hasta ese momento se había sentido bien, una vez superada la barrera del biencomoandástirando - quéfrío - noestantoelfríoloquematasinolahumedad - tenésrazónelfríohúmedoeslomalocuan - doelfríoessecoesotracosa - asíqueandásbien - tirando - ¿tetomásuna?
Y ahora, justo cuando uno ya estaba en la segunda copa y se entraba a hablar civiliza-damente sobre el Torneo Clausura, las elecciones internas y la paradoja de que la industria de la vestimenta esté en pelotas, justo mi mujer me cita para que me someta a una nueva sesión del Tribunal Inquisidor. Justo cuando yo ya me había enganchado con un veterano que estaba junto a la estufa. Un tipo piola, de grandes bigotones y ojos vivaces al que los otros le decían Torino porque no arrancaba con menos de dos litros y se fumaba cuatro habanos diarios. El veterano me estaba pasando la dirección de una bodeguita que hacía un merlot prolijísimo y muy en precio. Justo en ese momento llega la pesada y me arranca de un brazo.
-Vení.
Creo que tenés que cambiar de médico. Inés me contó
de un tipo que hace maravillas. El cuñado fue y está
bárbaro.
Lo primero que hice fue olerme para ver si hedía a
cadáver.
-Mi cuñado sentía palpitaciones, ¿vos no tenés?
-inquiere Inés.
-Sí. Desde chiquito.
-No, guarango. ¿No sentís que te cambia el ritmo?
-Tendría que comprarme un metrónomo.
-No niegues viejo. ¡Decíle la verdad a Inés! ¿Tenés
o no tenés palpitaciones?
Eran un par de policías manejando un interrogatorio de
tercer grado. Mi mujer hacía de policía bueno para que
yo le confesase todo ante Inés, cuyo único mérito para
concursar es que tiene un cuñado borracho y concurrió
un año a Facultad de Medicina. El examen se alargaba, yo
veía que los minutos pasaban y los mozos también con su
líquido reconfortante. Me impacientaba.
-¡Esperá. Esperá! Creo que tengo la tarjeta del
médico por aquí -dijo Inés y vació su bolso sobre una
mesa. Llevaba toda su vida en él, por lo cual no fue
raro que tardase otra, para encontrar entre cara-melitos,
tiques y cosméticos, la dichosa tarjetita.
-Aquí está. Esta es la dirección. Y atrás está
anotado el celular del médico.
Cuando yo iba a agarrar la tarjeta, mi mujer la barajó
en el aire.
-No se la des, que este hace un acto fallido y la pierde.
-¿Acto fallido? ¿No me digás que seguís con el
psicoanálisis? ¡Eso ya fue! ¡Yo ahora estoy en un
grupo de terapia aromática! -dijo Inés y se pusieron a
discutir dejándome libre. No lo podía creer. Corrí a
la búsqueda de mi grupo con el que lo había pasado tan
bien. Se habían separado. El veterano bigotudo y
borrachín ya no estaba junto a la estufa, se habría
ido. Me dejé caer abatido en el butacón que dejó libre
el veterano. Los mozos ya no pasaban. Ese fue el momento
en que apareció mi mujer.
-¡En qué estado estás! ¡Vamos! ¡No me hagas pasar
papelones! No digas nada, te conozco. Mañana mismo vas a
ver a este médico. ¡Yo no pienso cuidarte cuando seas
un vegetal!
Esa noche soñé con una planta que tenía mi cara y mi
cuerpo salía de una maceta unido a una cantidad de
cables. Cuando abrí los ojos una enfermera me gritó:
-¡Arriba! ¡Ya es hora!
Me ayudó a vestir y me llevó por un largo corredor.
Luego por un largo camino. De pronto se detuvo y miró la
tarjetita que le había dado Inés.
-Bajá, no seas maula -y allí me pasó a otra enfermera.
-Adelante señor. El doctor lo está esperando.
Estaba paralizado por el miedo. Pero al abrir la puerta
volví a recuperar el alma. Contra una estufa, cálido y
confortable, sentado en un sillón de cuero estaba aquel
señor bonachón de grandes bigotes y ojos vivaces.
Abrió su caja de habanos, me ofreció uno y luego que
hubimos encendido cada uno el suyo, dijo:
-¿Qué tal un cognacito?