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Las zínneas

Mamá y la abuela lloraban en el nuevo comedor por la muerte de Nardone. Yo no entendía porqué, mientras acariciaba la cabeza de Chaplin, que jadeaba a mi lado.

Era pasado el mediodia y la luz daba un brillo a todas las cosas, que filtraba purificando los colores de aquel jardín arenoso, de una manera única, como nunca más he vuelto a ver.

Aquellos llantos nos resultaban absurdos, así que salimos; yo me senté en el muro petiso del frente de la casa con mi amigo perro a los pies. Esperaba que papá volviera del trabajo, pero no llegaría hasta el anochecer, porque ya no vivíamos en Capurro y el ómnibus de regreso lo dejaba en el Aeropuerto, desde donde venía caminando, despacio, fumando al borde de las areneras.

Todo era entonces nuevo y sorprendente, incomprensible.

En esa época vivíamos pocos y sorprendente, incomprensible.

Laredo me parecía, con calles de balasto, de piedras y un polvo rojizo que se levantaba exageradamente cada vez que pasaba un auto, aunque el tránsito no era problema entonces. Le decían el balneario porque además de la playa había varias canteras de areneras a las que llamábamos lagunas y con el tiempo, lagos; ahí se pescaba, se hacía canotaje, motonáutica y hasta se vaciaban los contenidos de las barométricas.

En la nueva casa por las noches, aún calurosas, encendíamos fuego en la estufa de leña del comedor y me dormía oyendo las voces, las conversaciones monótonas de mis mayores.

Aquella noche comprendí que el llanto de las mujeres no era por el político muerto, sino porque no les gustaba vivir aquí, lejos de la ciudad, del resto de la familia; pero la salud de mamá necesitaba aire puro, yodo y paz.

En el jardín solo había zínneas, de todos los colores, y las visitaban increíbles mariposas de distintos tamaños y formas en conjunto parecían un caleidoscopio vivo que yo intentaba asir con una pequeña red de tul blanco. Las pocas que atrapaba, las mantenía un rato entre los dedos, masajeándolos muy despacio y sorprediéndome de descubrir las nervaduras que aparecían bajo los pigmentos que manchaban mis dedos de amarillo, naranja y marrón.

Chaplin, el boxer atigrado, mi mejor amigo, me miraba con ojos húmedos y la cabeza apoyada entre sus patas delanteras, acostado en la sombra del sauce llorón de la acera; entonces compartíamos todo de aquel nuevo mundo bajo el sol protector.

El tiempo no tiene sentido para los niños y los animales, así se mezclan en mi memoria, el inicio del verano, la pesca de mojarras con caña de flor, la imagen del lago de Santa Rosa bordeado de eucaliptos, de aguas tan transparentes que por más que se entrara en ellas siempre se veían los pies en el fondo. Tanta visibilidad hacía más intrigante la explicación de porqué no se veía en el fondo, el camión hundido, que contaban algunos quedó atrapado mientras cargaba, y quedó como un tesoro que nunca pudo rescatarse, posiblemente ahora habitado por castañetas y caracoles, quizás fuera por la profundidad casi infinita de sus aguas.

Corríamos juntos con Chaplin, por bosques y arenales queriendo cazar torcazas grises y lagartijas verdes. Fue entonces cuando aprendí de mi abuelo, el zoólogo, sobre grillotopos y ranas de Darwin, de metamorfosis y renacuajos, de apereás, petrales y peces "angelito", me parecía que pocas personas podían saber tanto de animales, al menos a mi edad.

Ya en otoño cuando la temperatura del aire empezó a bajar, tuve que iniciar la escuela y Chaplin sufrió su primer ataque. Cayó en el terreno enfrente de la escuela, cerca de las hamacas, movía todo su cuerpo como un pescado recién sacado del agua y le salía espuma por la boca. Yo no sabía que hacer y lo miraba, sin tocarlo, solo le decía su nombre muy despacio.

Pasó un ratito y se curó, se levantó, me cabeceó y se fue corriendo para casa.

<<Jovenedad>> dijo María, la gorda esposa de un albañil <<una lástima, se te va a morir>>

Siempre me había desagradado esa mujer, prematuramente vieja, pero ese día creo que fue la primera vez que sentí odio, decirme así sin más que mi mejor, mi único amigo se va a morir, sin razón, sanito.

La escuela no era fea, íbamos pocos discípulos y nos agrupaban en dos grados por aula, igual aprendíamos y todos jugábamos en el gran patio de recreo, con piso de arena sucia, donde teníamos tres hamacas, subibajas y un tobogán rojo, bajo el supuesto cuidado de las maestras.

A la hora del recreo, a veces veía del otro lado del tejido de alambre que rodeaba la escuela, a mamá, me miraba pensativa, cuando yo la descubría enseguida me saludaba con la mano, y Chaplin a su lado también parecía decirme adiós.

Me acercaba a ellos, moña desprendida al viento y les tiraba besos, les contaba algo de las clases, sin poder quedarme quieto, ya que no lograba tocarlos por el alambrado y enseguida volvía con el resto de mis compañeros, mirando para atrás a cada paso mientras me alejaba.

A fines de abril Chaplín murió, pocos días antes de mi cumpleaños, para mayor dolor. Lo enterramos en los fondos de la casa, en un rincón cerca del muro alto de bloques, no en el jardín como yo quería, cuidando y acompañado de las flores y las mariposas del verano.

Nunca pude olvidarlo, seguí mi vida ahora con las actividades del invierno; junté hongos, trepé árboles, eucaliptos de corteza rugosa y blanda, corrí por montes, apredí a andar en bicicleta y hasta casé una tortuga viva. Pero no tuve otro perro, no podía suplantar a Chaplin, por cualquier cachorro lagañoso y friolento.

En mitad del invierno tuve fiebre, provocada por una vacuna obligatoria que me inocularon en el brazo izquierdo, se me formó una bolita de pus, y dos días pasé sudando en la cama.

Recuerdo claramente un sueño de la primera noche, en el Chaplin me ladraba desde la orilla del lago, corría y se sumergía en las aguas, yo lo seguía hasta el fondo arenoso, donde veía el camión hundido (que era blanco y muy nuevo) pero el perro se perdía enseguida ladrando entre las algas de la profundidad, entonces me quedaba inquieto achuchado mirando el sol abajo de la superficie como un borrón amarillo en el cenit.

Me desperté y estaba mamá a mi lado con una toalla húmeda, que me colocaba en la frente, mientras me miraba con sus grandes ojos verdes preocupados.

Mejoré, el invierno pasó, y una mañana soleada y ventosa encontré a las mujeres preparando el suelo del cantero del jardín, rotando y abonando la arena con estiércol "Las flores.." pensé, pero no dije nada, volví a sentarme en el muro como el año anterior, desde ahí miraba como cuidadosamente esparcían las semillas obtenidas de las flores segadas.

Pensaba en otro jardín muy parecido pero diferente, de igual alma con otro cuerpo, imaginaba el resurgimiento de las zínneas de sus propias simientes, cíclicas y eternas, tan diferentes de nosotros los mamíferos.

A los pocos días, cuando ya preparábamos la fiesta de fin de cursos y yo ensayaba un paso de baile criollo (sin música) sobre las baldosas amarillas del porche, ocurrió que casualmente miré hacia el jardín y vi cantidades de plantillas verdes con dos o tres hojas que brotaban e el cantero.

Fue tan maravilloso que corrí inmediato a contar a los demás, las noticias de la zínneas bebé.

En la cocina encontré a mis dos abuelos con mamá que me escucharon pacientes y preocupados, me acompañaron a ver el almácigo, pero después me llavaron del brazo hasta el comedor y muy serios nos sentamos alrededor de la mesa grande.

Habló el abuelo, porque la abuela parecía demasiada impresionada, y mamá estaba como alejada, pensativa. Lo que ocurría era que Silvia, mi madre se iba a internar por un tiempo en el hospital, para que la sanaran.

Del resto de lo sucedido ese año y gran parte del tiempo siguiente, no puedo acordarme bien y se me confunden, los recuerdos, las ideas, toda mi infancia cambió a partir de ahí, solo mantengo indeleble el gesto de mamá, saludándome desde atrás del tejido de alambre de la escuela. No fue hace tanto tiempo, pero la memoria no vuelve como tampoco volvió nunca ella del sanatorio.

 

Dr. Andrés Banchero (Antimo)

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