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Araca La Cana

El bar parecía una pecera. Algunos flotábamos en el mismo sitio desde hacía horas. Otras se movían lenta y silenciosamente, arrastrando los pies dentro de un humo espeso, caliente y saturado de olores: tabaco, caña, vino, chorizos al vino blanco, sudor y mugre rancia. El único que se movía con rapidez sinuosa de anguila, era el Oscar, sirviendo de mesa en mesa, y atendiendo el mostrador. Vivía de eso. Era su negocio. Negocio de líquidos. Dos o tres jugadores de billar verdeaban a la distancia, y discutían de algo que yo no alcanzaba a comprender.

La noche no circulaba, se había coagulado después del ensayo de la murga, porque la tarde en el boliche, el esayo y la vuelta al boliche hasta la madrugada era lo único que en ese tiempo se quedaba en mi memoria, y se contraía en ella.

En realidad, mi verdadera memoria estaba saturada hasta el vacío de ausencias, de imágenes quebradas de hombres y mujeres rotos en líneas cortantes como el vidrio; de colores opacos y lugares desconocidos, donde solamente un detalle, un matiz, resultaba propio, mío. Y de libros: miles de palabras de otros, que me recorrían como a un territorio conquistado.

La otra memoria, la oficial, retenía lo de interés inmediato; ahora, el de poder subir a cantar al escenario, la cara pintada como un Degas, pero mucho más barato, el traje blanco de marinero, en líneas frente al público y no en herradura como las otras murgas. Apostando a la fuerza de coro, porque Araca era potente, inimitable, distinta. Era la conciencia lírica del barrio y lo que nos daba sentido.

Se decía que la verdadera murga estaba de este lado del Miguelete, y que las demás, las de la Unión, sólo aspiraban a llevarse alguno de sus integrantes. Pero nadie abandonaba a "La Bruta". ¿Quién renunciaría a cantar junto a Martín Vissiedo, Campistrú, el Chiche Bonora, el Asesino Humberto, la mejor tercia del carnaval, o el Negro Mario en el redoblante?. Nadie, sin duda nadie.

Yo en aquel entonces tenía también otros intereses, tal vez por influencia familiar y de buenos amigos qu eno volví a ver.

Intereses dispersos, sin reconciliar entre sí, pero que me tironeaban hacia otros lugares; de hecho era un germen chapoteador deambuando entre océanos infinitos... medicina, literatura, filosofia...Bueno, esto suena un poco extraño e intelectual, comparando con el boliche del Oscar o la atmósfera de los ensayos de Araca, pero así lo fue, y cuando era así, por cierto que era la sal de la vida.

Claro que en aquella época no podía pensar ni decir todo esto: era una masa amorfa en mi cabeza, no recortada por las ideas aún.

Los versos de Gamero llenaban todos los resquicios de mi mente.

Ser murguista de Araca era mi máximo ideal, la flor de lis de mi blasón.

Ensayabamos en La Cabaña, club social y de bochas con cantina, o mejor dicho: una cantina con un club social y de bochas como pretexto, donde circulaban cantidades navegables de alcohol de todo tipo.

Después del ensayo nos íbamos al boliche del Oscar, otro manantial interminable, hasta la madrugada. Estaba acodado allí, cuando se me acercó el canario Olivera. Ese sí que apostaba fuerte a la murga, porque para él era un medio de vida, y el único posible para despegar de una existencia oscura o de la crónica policial. No jugaba bien al fútbol, por lo cual se le cerraba otra de las salidas legales que el barrio, su historia y la sociedad le ofrecían para sobrevivir y alcanzar un esquicio de pan y de gloria.

-¿Tomás algo, Canario?

-Y...un plato de sopa... tengo una misia bárbara, hace dos días que no lastro.

Pese a la desolación que había en el fondo del mensaje, sonreí y le pedía un vino. El Canario no mentía, pero yo no era el padre: solamente ensayabamos juntos en la murga, y aspiraba a cantar mejor que él para quedar. Parafradeando a Pedro de Coubertin; lo importante no es ganar, sino hacer perder al otro.

El Canario era canillita en Belvedere, y vivía en el "cante" de Nuevo París. Coincidíamos en varios lugares: los ensayos de Araca, las prácticas en la cuarta de Liverpool, el boliche del Oscar, y la fonda Mongastón, donde corría el sevelé todas las noches, con la banca del Chiche Liú. Se contaba una historia triste de él: hijo del Consejo del Niño, canillita trashumante de rancho en rancho, varias entradas por "lanza" o por "hurto mediante arte o destreza", como se dice ahora, y metido en feroces peleas casi a diario. Conmigo era bien. Hasta había sacado la cara por mí algunas veces, salvándome de una paliza segura. Violento y simple, tenía esa nobleza casi animal que puede encontrarse en algunos seres humanos todavía.

Era semianalfabeto, pero desbordaba enciclopedismo de calle, trabajado a golpes, como el metal de las herraduras y como su propia cara.

- Bos tenés que seguir estudiando, esto no te sirve- Me decía dos por tres, entre copa y copa.

-Sabés lo que pasa, Canario, tengo que probar muchas cosas antes de dedicarme a lo que quiero, y todavia no sé bien lo que quiero.

Una vez que elegís, tenés que meterte con todo en eso. Y todavía no estoy dispuesto. Me piache esto: la gente que hace lo que le gusta, aunque no produzca nada; hacer cosas que te tiran, aunque no se vendan.

- Aprovechá bos que podés elegir. Yo nunca pude, y tengo que morfarme lo que tengo a tiro.

-Por ahora, elegí no elegir, Canario; después ya no voy a poder elegir más.

Y era cierto. Cuando dejás cierta edad, te metés en una maquinariade la que no podés salir.

Es algo mucho más grande que bos, que funciona a pesar tuyo, y que no te margina, como muchos piensan, sino que te ubica en el traste de la sociedad donde te tienen mejor controlado. No estás afuera, estás bien adentro del tacho de basura, y el tacho, en el borde de la vereda. No hay marginados ni marginales, hay sólo formas variadas de control, vigilancia y castigo. A lo sumo, hay unos pocos tipos que pueden establecer algunas reglas propias, decir alguna palabra nueva y personal, y que no están totalmente contaminados. Pero cada vez son menos.

Faltaban pocos días para empezar el carnaval y se estaban definiendo los titulares de la murga. Alguno quedaría afuera.

Sobre todo teníamos miedo los más jóvenes, que recién empezábamos. Había veteranos inamovibles y gente con mucho talento callejero, que eran puntales del conjunto. Gente pobre, algunos laburantes zafrales, canillitas y otros tipos que vivían solamente del carnaval y que iban a defender con uñas y dientes un lugar allí, por la comida, pero sobre todo por el amor propio, y porque la murga era el único lugar posible para no caer en un sin sentido anonadamente.

El carnaval empezaba el sábado, y el lunes previo teníamos el ensayo decisivo. Había mucha inquietud, recelo y más de una voz temblaba en los solos. La noche era espléndida, el cielo un trozo de piedra negra y brillante, y las miserias que hervían debajo, parecían poca cosa frente a él.

Esa noche me pareció que canté como Carusso en el Barbero de Sevilla: desenvuelto, mirando el cielo y con el rabo del ojo mirando a Martin "Falstaff" Vissiedo, el más viejo del grupo y el que decidía a último momento con un ademán solemne, imperial y burlón, quién se iba y quién quedaba. Siempre hay alguno que decide tu destino o lo confirma. Pese a eso, la vida sigue siendo una obra de arte: algo digno de volverse a vivir, si nos dejaran.

Siempre hay una posibilidad de hacer algo tuyo, distinto e imprevisible.

Terminó el ensayo, y todos permanecimos en el medio de la pista de baile, sin un sólo ademán hacia la cantina o hacia la puerta.

Esperábamos la decisión final temblando por dentro. Sabíamos que esa noche, alguno de nosotros se acodaría en el mostrador del Oscar y mirando los estantes de bebidas y los banderines descoloridos, se hundirían en una botella para llorar en silencio.

Martín "Falstaff" nos miró alternativamente, como pesándonos con la mirada, calculando la densidad de nuestras expectativas y temores, antes de hablar.

Con pocas palabras, casi con gruñidos, iba despidiendo a los que no quedaban, que se iban arrastrando los pies y la cabezz abatida, destrozados, agobiados por el drama.

Al final de un momento que se hizo interminable, quedamos solamente el Canario y yo, arrinconados cono dos pasulitas desvalidas entre la pared y el vientre de buey de Martín.

Su bocaza desdentada, que se arrepollaba entre dos bigotes blancovioláceos de vino, no se abría nunca para decretar la vida o la muerte del payaso.

Al fin, se abrió para tragar o escupir a su víctima.

-Mirá, pibe, precisamo un primo y bo so segundo. Se te nota al hablar. El Canario queda.

Dr. José E. De Los Santos (Lasama)


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