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Yo y mi prótesis
por Jorge (Cuque) Sclavo
width="105"> width="485"> width="105"> width="485">Así como Ortega y Gasset habló del hombre y su circunstancia, Freud nos habló del Hombre y su Edipo, Mc Burney del Hombre y su apéndice, hoy, yo puedo hablar con toda propiedad del Hombre y su Prótesis de cadera.Así como hay tipos que sólo hablan de su coche o de su nieto, hasta tupirnos, yo de aquí en adelante lo haré de mi prótesis. Será el tema de mi vida, mi Sinfonía Pastoral, mis 100 Años de Soledad, mi Aleph, mi Citizen Kane.
Dios hizo de barro al Hombre. Hoy, cada vez que nos hacemos pomada, hay hombres que nos hacen con fierros y siliconas. De allí que no sea una inocente coincidencia que el Banco de Prótesis esté ubicado, precisamente, frente a la Comisaría 14ª, donde siempre exhiben los coches averiados que se reventaron durante algún choque.
Allí, con unos fierros y unas siliconas, sin yeso ni nada, me dejaron en forma. No seré una Moria Casán, pero por lo menos ahora la miro con respeto por su guapeza de meterse siliconas todos los años como quien se hace una media suela y taco. Porque meterse a decidir la prótesis es cosa de guapos, sobre todo frente a los amigos.
-¿Una prótesis? A tu edad. ¿Y cuánto más pensás vivir? ¿Te creés Dorian Gray?
No obstante, existen algunos que nos alientan y dan ánimos.
-¡Bien campeón! ¡Lo debiste hacer hace tiempo!
-¿Prótesis de cadera? ¡Sensacional! ¡Quedan bárbaros! Claro que hay riesgos de infección, pero es un 2 y medio por ciento... Bah, en tu caso, a ver... sería de un 12 y medio por ciento pero... vas a ver que vas a salir bien.
Confieso que la palabra salir, dicha en ese contexto, no era de mis predilectas. Para contrarrestarla entré a buscar cirujano. Fue entonces, y a través de mis amigos, que supe que todos los cirujanos son buenos, menos el que uno ha elegido. Siempre son mejores los de los otros.
Al fin, luego de profundas investigaciones resolví que si yo tenía juicio suficiente como para elegir un libro, una película o un video, lo tenía como para elegir un cirujano.
-¿Y che... ya decidiste con quién te vas a operar?
-Sí. Con el Dr. León.
-Pero Cuque, ¡vos sos un suicida!
-¿Por qué? El hombre hizo una pila de operaciones como la mía.
-¿Pero no te das cuenta que vas a ser el primer esclavo en la historia que va a entregarle sus entrañas a un león?
-¿Un león lo va a operar a éste? ¿Dónde tiene el quirófano? ¿En el Coliseo romano?
-¡Che! ¡Avisame si va Nerón que me anoto con la barra brava para darte aliento!
Les di la espalda a mis amigos. No les hice caso a sus bromas. Tampoco al Banco de Sangre donde me tocó el número 13 las dos veces que fui. Ni a la enfermera que no me encontraba la vena, pero cantaba acompañando a la radio un viejo bolero que decía: "Escribiré tu nombre, con tinta sangre, con tinta sangre del corazón".
Luego de numerosos análisis y certificados me inscribí en el Banco de Prótesis y solemnemente me dieron fecha para la operación, como si se tratase de un casamiento, pero tenía que confirmar 72 horas antes y cuidarme más que una novia.
-Ni un granito debe tener. Un granito nomás y el doctor lo manda de vuelta para su casa.
Recordé la humillación de las novias abandonadas en el altar y unté mi cuerpo entero con alcohol iodado durante un mes. Todos los días mi mujer me revisaba con una lupa hasta el último rincón. Llegado Turismo ya podía competir con cualquier bacalao en oferta. Un día descubrí que no era a la operación a lo que le tenía miedo sino al granito. Yo tengo dos, en una pierna, desde que era chiquito. Jamás me molestaron, son como una marca de fábrica. Pero llegado el momento crucial, si el tipo los descubría, me sacaba la tarjeta y me expulsaba del quirófano:
-¡Retírese de aquí, granujiento! ¡Y que no lo vuelva a ver nunca más por este quirófano!
Llegó el día D. Entré al Banco de Prótesis y la enfermera me encuestó, advirtiéndome que luego vendría otra enfermera para hacerme exactamente las mismas preguntas. (¿Sería para ver si me contradecía como sucede en los interrogatorios? ¿Se habrían enterado de mis granitos? ¿Mi mujer me habría delatado?). Pero la otra enfermera no vino. En su lugar me visitó un rubio que no me encontró los granitos. Casi lo abrazo. El tipo debió adivinarlo y me paró en seco:
-Lo que no quiere decir que si el doctor encuentra algo...
Y me la dejó picando. El Dr. León debía tener un olfato felino. Sin embargo, cuando llegó para llevarme a la mesa, me sonrió. Igualmente no me tranquilizó. En cualquier momento podía descubrirlos. El de la cama de al lado me contó cómo lo habían echado de allí dos veces y eso por un solo granito.
De pronto, raudamente, dos camilleros me llevaron corriendo como si se tratase de una serial, para instalarme en un lugar más frío que un taller mecánico. Era la famosa sala blanca. Si uno apenas resiste esas temperaturas, ¡cómo la van a bancar esos pobres microbios que son mucho más chicos!
Yo estaba helado y en un strip-tease total. Ellos no. Estaban todos tapados y disfrazados de marcianos. De a ratos asomaba alguno bajo la carpa que me habían colocado en la cabeza. Yo no veía nada, pero oía todo y adivinaba un ambiente festivo, como en los sacrificios rituales. Eran un montón y todos hinchas del cirujano. Me sentí como en un espectáculo de toros donde yo fuese la estrella, pero lamentablemente el toro.
De pronto empezó el jaleo. Un ruidaje machazo que puso frenéticas a las tribunas. Tal como yo había supuesto, aquello era un taller mecánico. Un ruido a fierros que parecía un clásico. De repente empezaron a pelearse entre ellos. Uno sacó un Black and Decker. El otro se defendía a los martillazos. Una doctora se quería ir. Tenía razón. Si hasta yo podía oler aquel tufo a hueso quemado, como si estuvieran colocándole una herradura a alguno. Se ve que alguien intervino, porque el de los martillazos dejó de golpearme en la cadera. No discutieron más y empezaron a hablar de otras cosas: las termas, el congreso, y empezaron a golpear alegres unas chapas a tiempo de heavy rock. Algunos empezaron a cansarse y se iban:
-¡Ya liquidé! ¡Me voy a casa!
-¿Vas para Pocitos? ¿No nos arrimás?
-Che, si esperás un poquito me voy contigo.
Entretanto me iban destapando por abajo, el doctor metió su cabeza verde en mi carpa para felicitarme. Los otros se iban yendo y tiraban sus herramientas en unos baúles que hacían el ruidaje del principio. De pronto unos tipos me sacaron todo mientras uno, a mi lado, me bordaba la cadera. Iban desmontando la escenografía y recién allí tomé conciencia de que estaba tal como vine al mundo, aunque sin la esperanza siquiera de que me esperase una cálida incubadora, por lo menos. Suerte que dos camilleros se apiadaron de mí y me sacaron a jugar carreritas por los pasillos. Es cierto que allá adentro los aplausos se los habían llevado los disfrazados. Pero una vez fuera de allí el niño mimado por el público fui yo. Cariños, compotitas, supremas de pollo, decenas de madrecitas bañándome, vistiéndome y cuidándome tanto en el Centro como en Abreu.
Si no hubiese sido por aquellos granitos, fueron buenos días los de la prótesis. Sobre todo para un esclavo. Y además, ¿se imaginan todo lo que voy a currar con ella?
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