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Horario de visita

por Jorge (Cuque) Sclavo

No me gustan los sanatorios. Me causan el mismo efecto que la literatura de los folletos médicos. Ni bien entro siento todas las enfermedades del sanatorio en mi cuerpo. Por eso, cuando mi mujer me conminó perentoriamente a visitar a su prima Pirucha, respondí automáticamente:

-¡Juega Peñarol. Además el éter me mata!

-Pero el alcohol no, ¿verdad?- con lo cual demostró que estaba dispuesta a todo y que entonces lo mejor, tácticamente, era aceptar la orden.

-¿Es grave lo que tiene?

-¡No. Bestia! ¡Tuvo un varón!

Eso me reconfortó. Los nacimientos tienen algo festivo. La gente va sin corbata. Y además lleva ofrendas creando un ambiente de pesebre de Belén y/o de picnic. Rodeando a la madre como si fuese una madona hay flores, bombones, naranjas, tortas. Al padre no le llevan ni cigarrillos. El abuelo lee el diario. El hermanito mayor, resentido, juega en un rincón al pacman. El padre olvidado lee una policial. La abuela, sociable, atiende a las visitas y les sirve como guía hacia la nursery para ver al bebote. Los de la habitación, aburridos ya de todos los lugares comunes, forman una compacta y cerrada guardia para la flamante madre que flota entre los aromas de jabones, aceites y talcos. Pirucha hace las palabras cruzadas, flamea la sábana para refrescarse y mira el reloj calculando cuánto faltará para que termine la hora de visita.

Cuando entramos al sanatorio yo lo hago primero, mientras mi mujer saluda a las viejas nurses en los pasillos. Cuando entré al cuarto de Pirucha, la estaban higienizando. Estaba tan deformada por el parto que apenas la reconocí. Hasta que un señor morocho, una especie de Mike Tyson pero sin la oreja en la boca, me masculló:

-¡Diga! ¡¿Usted busca a la señora Rodríguez?! ¡La cambiaron al lado!

Entró mi mujer.

-¡Pero qué hacés aquí atontado! ¡Disculpe señor!- le dijo al señor que no había llegado a la etapa del lenguaje articulado.

Cuando entramos al cuarto de Pirucha, su guardia imperial nos saludó indiferente, apenas alzando las pestañas sobre sus libros y diarios.

-¡Te compré un conjuntito! Si es grande se lo podés poner más adelante...

-Muchas gracias. No te hubieras molestado.

El abuelo cerró el diario.

-¿Cómo salió Peñarol?- me preguntó ansioso.

-No sé. No fui a verlo.

El veterano me miró como acusándome de traidor-infame-pollerudo y volvió a su diario. Pirucha dormitaba, algo dolorida. Se hizo un silencio de esos que en las seriales de hospitales colocan los comerciales porque ya no cabe otra cosa que poner. Pero de repente, como en esas siestas de sábado, cuando irrumpe la batería entera de la batucada, se precipitó en el cuarto la salvaje horda de excursionistas que volvían de la visita guiada a la nursery.

-¡Es divino Pirucha! ¡Tiene la nariz tuya!

-Pero los ojos son del padre- replicó la madre. Del padre, claro.

-¿Tardó mucho el trabajo de parto?

Pirucha abre los ojos, se sopla las sábanas, respira y repite el casete de estos tres últimos días.

-Don Atilio. ¿Cómo anda? ¿No me prestaría el diario para ver el horario de una película?

-¡Abuelo! ¡Este imbécil me sacó el pacman!

-¡Carlitos! ¡Dejá de jugar con las naranjas de la señora!

-¿Qué estás leyendo? ¿EL CRIMEN DE LA CRIPTA VERDE? ¡Es buena! El asesino no sé si es la mujer o el primo de ella que es el amante.

-Pirucha. Vertical. Cinco letras. Fruto tropical es: ANANÁ.

-¡Nene! ¡Cuidado con las naranjas!

Carlitos, quien hacía malabarismos con tres naranjas y relativo éxito, dio con una de ellas reventándola expansivamente dentro de una chata, otra cayó sobre la torta de chantilly, mientras la restante, luego de estrellarse sobre la frente de Don Atilio, le dejó inutilizado totalmente su diario.

Cuando el éter se pobló de olor a naranjas y la enfermera entró con el carro de comidas, aquello se transformó decididamente en un restaurante.

-Si Pirucha no quiere los duraznos en almíbar, ¿me los como yo verdad, mamá?- gritó Carlitos.

-¡Pollo! ¡Qué exquisito! ¿No me pasás una alita, Pirucha?

Durante el desparramo por la comida yo ya había sido eyectado a un rincón, junto a la puerta del baño. Allí aproveché entonces para ponerme la radio en los oídos. El aquelarre estaba en su apogeo. Los niños habían comenzado una guerrilla de naranjas. Don Atilio intentaba separar a su yerno y al intruso que peleaban por el libro, golpeándolos con su diario mojado en naranjas y embadurnado con chantilly. La de la alita de pollo luchaba con la abuela que defendía la torta a brazo partido. De pronto entró una enorme enfermera que batió las palmas clausurando la visita por falta de garantías. Se hizo un religioso silencio. Fue justo allí que grité:

-¡Gooooooool! ¡Gooooooool! ¡Gol de Peñarol!

Asombrados, todos se dieron vuelta. Luego desfilaron ante mí clavándome sus vergonzantes miradas de asco.

La última fue mi mujer.

-¡Qué energúmeno! ¡Siempre haciéndome pasar papelones!

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