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Pastillas azules, pálidas y rosas

por Jorge (Cuque) Sclavo

Cuque SclavoQuizá sea porque soy un apasionado por la química (fui a examen todos los años). Pero la verdad es que siento una atracción loca hacia los medicamentos. Desde niño le pedía al farmacéutico que me regalase los papeles secante que le enviaban los laboratorios y me aprendía de memoria todos los componentes de los medicamentos, así fuesen difíciles, raros y complicados como el pentaeferzinlamat o la benzodiazepina.

Hoy, ya grande, cuando me invitan a una casa, cambio gustosamente un baño en una piscina o un partido en una cancha por una buena visita al botiquín. Yo soy uno de esos tipos que lo primero que lee de esta revista son los avisos, y de paso me voy curando de todo tipo de enfermedades: bronquitis, artritis, hipertensión, depresiones... Nada de lo humano me es ajeno.

Abrir una caja de medicamentos representa para mí algo así como abrir por primera vez el Quijote. Experimentar el goce de color y ritmo de un blíster, o mirar tras el opaco cristal de perlas traslúcidas de la vitamina E son momentos de éxtasis intransferibles. Ni qué decir cuando, lujuriosamente, introduzco mis dedos en la caja para atrapar el folletito plegado de la literatura médica. Me transformo. Voy sufriendo en carne propia, uno por uno, los síntomas que relatan en el folleto. Tengo náuseas, sufro dolores articulares, me mareo, me brotan pústulas, mi piel se reseca y arruga como la del hombre elefante. Me miro al espejo y ya no soy el Dr. Jeckyll sino el abominable Mr. Hyde. Pero tomo la hojita nuevamente y me confirma que ese es el remedio indicado para mi curación. Luego de leerlo ya voy notando cambios en mi constitución física, baja mi temperatura, recobro el pulso y hasta me abandona esa sensación de agorafobia que me tuvo enclaustrado y tanto preocupó a mis familiares, quienes al abrir la puerta no encontraron la kafkaracha que esperaban, sino a un hombre barbudo pero vital y listo para entrar al baño.

Pero cuando entré allí y ya me disponía a quitar del botiquín mis utensilios de afeitar: los vi. Estaban allí. Todos mis medicamentos, cuidadosamente ordenados como siempre lo hago. Clasificados por tamaños, colores y orden alfabético. Etiquetados con sus fechas de ingreso, consumo y vencimiento. Y, por supuesto, colocados por orden cronológico. Allí estaban aquellas primeras pastillitas celestes contra la lumbalgia que me hicieron tanto bien. Lástima que me daban tanto descanso que llegaba tarde a todos lados. Fue cuando empecé a tomar esas otras color carmín intenso que no dejaban que me durmiese. De noche, porque lo que era de día me dormía hasta en los cambios de luces o en los ascensores. Por suerte descubrí aquellas otras gris perla, con cobertura mentolada que me permitían tomarlas por mitades. Estaba despierto todo el día, pero, de noche, me provocaban unas diarreas que me impedían dormir. Como consecuencia, al otro día sufría unos intensos dolores de cabeza y andaba con un humor de perros. Para lo cual debía agregar unos paracetamoles color rosa viejo y unos relajantes viscerales de simpático color naranja.

Tal como corresponde, llevaba una tablilla de horarios para tomarlos. Por triplicado: una copia en el botiquín, otra en la oficina y una tercera en el bolsillo, por si me atacaba por la calle algún síntoma de algo. Pero aun con todas esas precauciones a veces olvidaba tomar algo y ello me producía una sensación de culpa que me sumergía en graves depresiones. Para lo cual mi médico me recetó unas vitaminas grandes y blancas de fósforo para la memoria y un antidepresivo azul marino que cambió mi vida de modo tal, que mi mujer me quiere cambiar por otro. Dice que le ocupo todo el botiquín con mis medicamentos y que mi felicidad la va a matar, si es que ella no me mata primero. Que antes, en la cama yo roncaba, por lo menos, pero que ahora ya no aguanta que me pase toda la noche riéndome como una hiena en celo y que en las reuniones repita maníacamente la colección de casetes de Jorge Corona.

-¡Y mucho menos, que cualquiera sea el lugar a donde nos inviten, lleves tu maletín cargado de medicamentos para canjear, los que tenés repetidos, con gente loca y adicta como vos! ¡Y sacate esa idea de formar un Club de Medicamentados en esta casa! ¡Porque donde te sorprenda intercambiando pastillitas con alguno de esos enfermos, te juro que te las tiro todas por el water... Y a vos también!

 

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