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Una mirada retrospectiva

Los médicos y el arte

El pasado 3 de diciembre se conmemoró el Día Internacional del Médico. Como lo hace año a año, el Sindicato Médico del Uruguay entregó los premios del Concurso Literario Revista Noticias, los que serán difundidos en las sucesivas ediciones del año 2000. En este, nuestro último número del año que se cierra, publicamos tres piezas que fueron premiadas en la instancia similar del año 1998. Ellos son «Banquete», segundo premio en el género poesía, presentado bajo el seudónimo «Amanita Muscaria», correspondiente a la Dra. Carolina Pulleiro. También en poesía el jurado otorgó una mención al trabajo «Por qué del gozo», del Dr. Carlos Ferratti, quien compareció con el seudónimo «Alfa Centauro». Completamos la edición con el segundo premio en el género cuento: «Media papa», del Dr. José E. de los Santos, quien para la ocasión firmó como «Siglo XXI». El complemento gráfico de la letra es una selección de obras premiadas en el Concurso de Artes Plásticas, celebrado en simultaneidad con el Literario.


Pintura: Premio CASMU (1998) «Esperando el Zeppelin» Dr. Andrés Banchero

MEDIA PAPA

Estaba parado en medio del campo sin nadie a la vista, salvo algunas vacas y ovejas que pastaban tranquilamente atendiendo lo suyo. Me froté la media papa en la frente, en una zona de la piel donde se agrupaban tres verrugas idénticas, pero que habían empezado a crecer por su cuenta y por separado, a sangrar y a molestarme. Más que el ardor y la picazón, me molestaban los comentarios que escuchaba sobre ellas. «Hay que tener cuidado con esas cosas, uno nunca sabe, parecen inofensivas, pero... che, qué feo está eso, te tenés que hacer ver», y cosas por el estilo. Había enterrado la otra mitad y luego de frotarme con la media papa la tiré por encima del hombro hacia atrás, y me fui sin darme vuelta. En eso consistía el remedio: repetir esa operación tres días consecutivos y esperar. Medicina Alternativa. Hay que darle a la muerte con lo que uno tenga a mano.

Pero aun así, yo no quería que me vieran haciéndolo, me parecía que se reirían de mí o me tomarían por loco, y no quería pasar por esas cosas. Por eso busqué un lugar solitario y no lo comenté con nadie. Contaba con la discreción de las vacas y las ovejas, la única segura verdaderamente.

Aunque si lo pienso mejor, me estaba guiando por prejuicios de otra época, porque es en esta que podrían llamar ridículo o loco a quien no hiciera esas cosas.

Y realmente yo desconfiaba mucho de la ciencia y la tecnología después de Auschwitz, Hiroshima, Nagasaki, Chernobyl, Mururoa, el virus del sida, la clonación, etcétera. Sobre todo, de los locos que en última instancia son los que mueven siempre los resortes del poder en todas partes, y usan a la ciencia y la tecnología para desplegar sus locuras privadas. Aunque, como decía Gandhi, me preocupaba menos la maldad de esos, que el silencio de los inocentes. A ese sí que no hay con qué darle.

Pasó una semana en la que me miraba diariamente al espejo, pero las tres verrugas seguían allí, incólumes y amenazantes. Aun así, sucedieron cosas que me hicieron olvidarlas totalmente. No hay como una buena memoria para poder olvidar, al menos por un tiempo, y los uruguayos sabemos mucho de eso. Sucedió algo más importante que mis miedos y mis verrugas autónomas. En la vida te pueden importar muchas o pocas personas, además de vos mismo, y a veces, más que vos mismo. Dentro de las pocas personas que me importaban mucho, tanto o más que yo mismo, estaba mi hija Claudia. Era lo mejor que habíamos hecho entre la madre y yo, con la que Claudia vivía desde hacía seis años; lo más vivo y esperanzador, dulce y hermoso, lo que nos seguiría uniendo hasta la muerte, pese a la separación.

No la había visto el fin de semana, y el lunes tenía deseos de estar con ella. Ese día fui a buscarla a la salida de la escuela. Me paré en la puerta a las cinco de la tarde, como siempre, pero no salió. Pregunté a la maestra, me informó que había faltado, llamé a la casa y la madre me dijo con la voz quebrada que Claudia estaba enferma, muy enferma. Me temblaron las piernas, pero salí disparado para allí. Llego y la veo en la cama, dormida pero de un modo extraño, demasiado inmóvil. Me temblaba todo. Le toqué la cabecita con la punta de los dedos para no despertarla; mi sudor frío y agrio por el miedo se mezcló con el suyo, hirviente. La fiebre había agrietado los labios, estaba terriblemente pálida y al despertarse me miró con una mirada apagada, opaca, que me estremeció. «¿Qué tiene?» le pregunté a la madre. Ligia me miraba desde un rincón, llorosa, con los brazos cruzados sobre el pecho. «La pediatra dijo que tiene una virosis, mandó análisis y esperar», articuló desde un lejano lugar a kilómetros de distancia. «¿Y qué le encontró?». «Y... fiebre, ganglios por todos lados, hígado y bazo grandes... anemia». Yo sabía a que podía corresponder todo eso. Lo había visto cientos de veces en el Pereira Rossell. Transfusiones, citostáticos, pero no sobrevivían casi nunca. «¿Esperar, esperar qué?». Iba a decir «leucemia», pero me contuve para no derrumbarla. Ya había sufrido demasiado, y yo había contribuido bastante a ello, con ese núcleo de locura que todos tenemos y que los otros nunca alcanzan a conocer, como tampoco nosotros mismos.

Le pregunté el nombre de la pediatra, pero yo no la conocía. Mal asunto. Me pareció imprudente hacer el diagnóstico de virosis (es cómodo, ahí los médicos suelen meter de todo, especialmente lo que no logran diagnosticar), antes de los exámenes de laboratorio y esperar con reposo, líquidos y antipiréticos. «Dijo que otra cosa no se podía hacer», agregó Ligia más próxima, «y que había muchos casos parecidos en esta época del año». «No nos podemos quedar de brazos cruzados, esperando a ver qué pasa», protesté contra algo. Empezaron a funcionar en mí los miedos y las culpas, el no haberme ocupado lo suficiente de Claudia y ser castigado ahora por eso, la culpa genérica de los adultos frente a los niños, y muchas cosas más.

No era cierto del todo, pero yo sentía eso y no podía aliviarme con nada. «Voy a consultar con alguien que sepa más que esa pediatra» (que ahora pasaba a ser la culpable de todo), e inmediatamente pensé en la persona que sabía más de pediatría en el país en aquel momento (y otro que aliviaría mis culpas paternas).

Fui a verlo a un sanatorio donde era consultante, con Claudia envuelta en una manta. Allí nos recibió como un dios olímpico, discreto pero consciente de su saber sobre los hombres y su destino. Pequeño, delgado, enfundado en una impecable túnica blanca, se parecía al Calavero de Chaplín en Candilejas, pero con lentes y pelo blanco. Amable pero serio, examinó a mi hija concienzudamente durante un buen rato mientras yo contemplaba la escena sin poder creer lo que estaba sucediendo. Mi pequeña hija querida se podía estar muriendo, y yo allí, mirándolos sin poder hacer nada, mientras el mundo se derrumbaba encima de nosotros. Por suerte él era un dios positivista, empirista y pragmático, para quien la incertidumbre, el indeterminismo, el azar ontológico y la duda existencial se despejaban con los exámenes de laboratorio adecuados al fin.

Me trazó un mapa de los diagnósticos posibles, los fue descartando uno por uno con impecable precisión clínica, hasta que quedaron tres. Pidió los exámenes correspondientes para confirmarlos o descartarlos, y me pidió que los trajera junto con la niña cuando estuvieran listos. Entre los tres diagnósticos presuntivos estaba la leucemia. Desde ese día hasta que vi los resultados, casi no pude dormir, pero tampoco dormí mucho mejor después, porque los resultados no confirmaron ningún diagnóstico. Al fin y al cabo, la pediatra tenía razón. Era una virosis, no era mortal y sólo había que esperar pacientemente que cumpliera su ciclo en el organismo. El eterno ciclo de las cosas, la impaciencia humana de siempre para sentirse parte de él.

Pasaron los días, Claudia fue mejorando y un día se levantó sonriente pidiendo chocolate, y con deseos de jugar. A la mañana siguiente, me enfrento al espejo para afeitarme después de varios días y me doy cuenta de que las tres verrugas habían desaparecido. Pasé la yema de los dedos por la frente y la piel parecía la de un bebé recién nacido.

«SIGLO XXI»
(Socio)


Pintura: Premio CASMU 1998) «Construcciones» Dr. Pablo García Fernández

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