CARLOS MARÍA FOSALBA
1906 – 11 DE MAYO – 2006
En el centenario de su nacimiento
Exposición de Fernando Butazzoni
Acto de Conmemoración del Centenario del Natalicio de Carlos M. Fosalba
UN LEGADO
Pensé mucho en estos días a propósito de esta instancia. No pensé sobre el qué decir de Fosalba. Más bien pensé al revés: me pregunté qué me dice Fosalba a mí hoy; a mí, nacido unos cuantos años después de su muerte. Qué le dice Carlos María Fosalba hoy a un uruguayo que no es médico, que trabaja en el campo de las ideas y el lenguaje y que pretende, con esas herramientas, tal como enseñara Juan Carlos Macedo, investigar la realidad y establecer puentes con sus conciudadanos. O mejor aún, qué nos dice a todos los uruguayos ese compatriota tan cercano pese al transcurrir del tiempo, tan apasionado y apasionante, tan antitético de aquel “prójimo léjimo” que inmortalizara en un poema mi hermano Ibero Gutiérrez.
Cuando me invitaron a hablar en este hermoso tributo a Carlos María Fosalba, pensé también que era una buena ocasión para mirar y compartir la mirada, desde estos albores del nuevo milenio, la obra y los sueños de uno de los uruguayos que, de forma destacadísima sin duda, contribuyó a forjar la consolidación nacional, el ethos de una sociedad que, a pesar de los pesares, logró en la primera mitad del siglo pasado conquistas y avances de los que hoy no sólo nos enorgullecemos (lo que está bien) sino que nos asombramos (lo que está mal).
Una anécdota: El año pasado, un día concurrí con un familiar al Casmu de Arenal Grande. Allí, en una placa, se leía lo siguiente: “En este lugar, hace cuarenta años, se implantó el primer marcapasos con éxito en el mundo”. Mi pariente, de naturaleza más bien escéptica, me lanzó una frase que fue todo un reflejo de nuestra peor uruguayez: “¡Qué van a implantar!”, me dijo. Lo primero que me vino a la memoria fue la sonrisa de Barrett Díaz. Esa sonrisa a veces pícara, a veces sardónica... Me acordé de esa sonrisa puesto que fue Barrett el autor primigenio de la idea en cuestión, es decir de vincular al acto médico aquel con el edificio donde se realizó. Y lo segundo que pensé, con cierta amargura, fue: “Qué lejos estamos de aquel tiempo”.
La anécdota la refiero porque de múltiples maneras se emparenta con lo que me dice Carlos María Fosalba desde este hoy tan lleno de sobresaltos e inseguridades planetarias: Él sí creía.
Fosalba creía. Fosalba creyó. Creyó desde su enorme estatura intelectual, es cierto. Pero creyó también desde su sencilla condición de uruguayo. Hay una cierta ética ahí, en ese optimismo que aflora en sus discursos, en sus ideas, en sus escritos, en aquellos luminosos editoriales de “El estudiante libre”, o en “Acción sindical”, o en distintos medios de prensa. Fosalba creyó. Era un hombre de fe. Un hombre de fe en el hombre, en sus cualidades únicas, en sus posibilidades materiales y espirituales. Pero, y este es un elemento central de su ética, Fosalba creía en el hombre como ser social, no en el hombre individualista, no en la “isla” del poeta John Donne sino en el ideal societario, colectivo, participativo, libertario.
La ética de Fosalba, entonces, estaba íntimamente vinculada con una noción del individuo como ser libre pero relacionado con sus semejantes no sólo en la realidad sino también en los sueños. Porque Carlos María Fosalba fue un hombre de sueños enormes, a veces disparatados. Y sin embargo, esos disparates se convirtieron en realidades tan contundentes como estos ladrillos. Y eso también me lo dice Fosalba hoy: para construir hay que soñar. Ahí está escrito, justamente sobre esos ladrillos. “No llegaremos nunca”, exclama Fosalba. Creo que me lo dice a mí hoy. Creo que nos lo dice a todos.
¡Cuánto realismo y cuánto optimismo se necesita para pronunciar esa frase! “No llegaremos nunca”. Si se analiza en detalle, la frase no es una negación, sino una rotunda afirmación del camino como meta, el caminar como procedimiento, como ética. “No llegaremos nunca”, significa, sobre todo, que el hombre siempre estará mirando el horizonte con un sueño a realizar por delante. Es una constatación positiva, alegre, diríase que feliz: “No llegaremos nunca”.
Y era ese acendrado concepto ético de la dinámica de la vida social, y por lo tanto de su profesión, lo que le dio a Fosalba el coraje para plantear las cuestiones más audaces, las más complejas y, en algunos casos, las de más difícil deglución... Tan difícil que en algunos casos la sociedad uruguaya todavía hoy, sesenta años después de la muerte de Fosalba, está en pleno proceso digestivo.
Esto que digo no es una ocurrencia, sino una realidad palpable, comprobable. Por ejemplo cuando en julio de 1934 se refirió, en el editorial del Nº 2 de “Acción Sindical”, a la inmoralidad profesional en la Medicina. Escribía Fosalba en aquel tiempo:
“Las causas de la inmoralidad profesional radican en el ejercicio particular de la Medicina; en la libre concurrencia, que provoca la lucha por el cliente; en la mala repartición de los médicos, creando una aparente superpoblación profesional, que determina la competencia entre los colegas; radica también en la ignorancia pública, que busca y exige el reclame del profesional; radica en el hecho paradojal de que en la actual organización los intereses del médico están encontrados con los de los enfermos, en lugar de ser paralelos; por último, es debida a la crisis económica mundial, que al determinar la miseria de los clientes repercute inevitablemente sobre los médicos”.
Y remataba la idea con la siguiente afirmación:
“Vemos pues que en los asuntos éticos el problema es insoluble si pretendemos mantener la lucha en el exclusivo terreno del ambiente gremial médico”.
Parece escrito ayer...
Fosalba veía lejos. Fosalba creía y soñaba. Pero en su fe y en sus sueños estaba presente la realidad, la cruda y dura realidad de un mundo y una sociedad que él quería contribuir a cambiar radicalmente. Y aquí también me dice cosas Fosalba. Me dice que sin coraje, sin entrega, sin decisión, no hay cambio posible. En ese sentido, algunos de sus discursos son aún hoy sobrecogedores. Por ejemplo el que pronunciara a favor de la España Republicana en setiembre de 1938, cuando ya la hoguera de la resistencia republicana comenzaba a apagarse y cuando ya el fascismo y el nazismo mostraban sus colmillos. O aquel discurso que dijera en el Teatro Solís en julio de 1940, que fue una encendida defensa de la democracia y una diatriba feroz contra la coreografía política de la época.
Hay una afirmación de José Martí, esa especie de mártir laico de la independencia americana, que siempre me ha resonado como la más excelsa de las declaraciones éticas: “Creo en la utilidad de la virtud”, decía Martí. Yo pienso que la vida de Fosalba, su muerte temprana y su posteridad llena de frutos también me dicen a mí, en este poco hospitalario siglo XXI, que la virtud de una vida siempre es útil, que da buenos frutos y perdura.
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